sábado, 18 de diciembre de 2010

Notas sobre Carmen

Carmen de Córdoba, de Julio Romero de Torres

Sus pechos lloraban leche y carne desnutrida. Sus pechos, siempre desnudos alimentando almas recién venidas al mundo, eran mi rincón favorito de su cuerpo. Sus ojos, tan cansados y tristes, eran como sus manos: trabajadores, rápidos, inteligentes. Sonreía apenas, pero cuando sonreía, ay, cuando sonreía el aire recogía las hojas secas, los claveles y azahares se enredaban en su pelo y los ángeles expulsados del cielo volvían a creer en dios. Carmen, Carmen de Córdoba, una niña que tuvo que crecer muy pronto para morir aún con más premura. Un tal Mérimée, un extranjero aburguesado de la Francia más rancia, decidió escribir novelas hacia 1820. Nunca Carmen había sido más hermosa, nunca el sol había iluminado con más intensidad: era para iluminarla a ella. A mala hora entró en aquel bar, donde el señorito Mérimée bebía un par de tragos para disponerse a esbozar las primeras líneas de su nueva novela. A mala hora. La vio, preguntó por ella y fue a visitarla todos los días de aquel verano de 1845. Mérimée la veía con sus pechos desnudos, su boca siempre roja, como su sangre y su conciencia; y sus manos, que nunca le tocarían. Mérimée trató de agasajarla con rosas, con su acento francés, con sus flirteos con la escritura cervantesca. Poco pudo hacer: Carmen era siempre de otros y de nadie. Mérimée, desesperado, escribía líneas y líneas emborronadas, entre el vino y las noches en vela, sobre su desventura con Carmen. ¿Por qué a él, un señor tan refinado, tan culto, tan preparado, extranjero y galán no podía tenerla a ella? Cuando terminó de escribir tuvo que hacerlo: mató a Carmen, mató a la protagonista de su mejor novela para no matarse a sí mismo.

1 comentario:

Unknown dijo...

a veces me gusta pensar que publicas pensando en lo mucho que em va a gustar

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