Las palabras me parecen tan vacías y superfluas que se me atascan entre los dedos y me arrancan las uñas y se me astillan las imperfecciones de la madera de este escritorio roído. Estoy atemorizado, sólo me quedan estos débiles papeles que la próxima lluvia, penetrando por las goteras, destruirá. Emma vendrá enseguida, pero ella no entiende nada, todo le parece mucho más fácil (o no sé, quizá mucho más difícil). Estoy temblando, y sudo pese al frío de fuera. Creo que tengo fiebre. Pienso mucho en la muerte. La vida adquiere mucha más importancia al ser la antítesis de la muerte, me gusta pensarlo así. Si la muerte tiene algún límite conceptual, se encuentra precisamente en la vida, su otro extremo lo desconocemos, pero mucho me temo que esas mierdas del infierno sean banalidades junto al consumirse fétido de nuestro cuerpo, carroña de nobles gusanos. La muerte ya no me parece importante, no me parece grave. Tiritar es parte del proceso del acabose. Supongo que el mundo experimentará algo similar cuando llegue el Apocalipsis. ¿No será que el Apocalipsis está llegando poco a poco, con cada Auschwitz, con cada pirámide egipcia que se erige, entendida como maravilla bajo la matanza de tantos hombres, con cada Sahara, cada Haití destruido y Pakistán desolado? ¿No será que la vida pide un respiro? Emma no entiende nada. Sólo viene, se desnuda y follamos, y ya está. Ella siempre llora después de acostarse conmigo. Piensa que se está agotando su amor. Que yo se lo estoy quitando. Sin embargo, nunca falla a su cita, aunque de vez en cuando, como hoy, se retrase. Creo que me teme. Por eso viene siempre y siempre se acuesta conmigo. Siempre le canturreaba, con alguna mlodía de los Doors, las letras de Rimbaud, Trémulos, pobres, sus ojos / mis labios besaron, suaves: -Echó, cursi, su cabeza hacia atrás: «Mejor, si cabe...!
La conocí disfrazada de cordero degollado, como un augurio. El ron me ayuda a detener el tiempo. Se me cae, de cuando en cuando, la baba. El tiempo, qué brillante. Tendrá razón Johnny Carter, en tantas de nuestras epistolares conversaciones, cuando me decía aquello del minuto y medio y los quince minutos. ¡Y yo me creía, pobre de mí, que yo era cuerdo, y el pobre de Johnny se encontraba consumido por las drogas y la mala vida! La locura nos ocupa a todos. La cordura es un mero invento, al que necesitamos asirnos para pensar que algo en este mundo tiene algo de sentido. Me gustaría practicarme el Harakiri, pero me encuentro muy débil para siquiera intentarlo. El tiempo, antes creía en esas cosas. El tiempo es tan terriblemente relativo que si se asume tal relativismo la realidad se haría tan insostenible que la mera existencia humana sería un absurdo. Esto suena rimbombante, lo cual no deja de tener un gran atractivo, aunque no por ello deja de tener su sentido. El tiempo, que en cuanto es nombrado desaparece, como la sombra de Peter Pan. El tiempo, que un día, bajo el mandato de los trenes puntuales y los horarios laborales quiso controlar toda actividad. El tiempo, si creyera en él, consideraría que estos días son un reto entre lamentarme en la quietud de la inexistencia y el agobio de la vida que no cesa.
Escribo en esta roñosa pared con mi propia sangre. El carcelero me ha requisado el papel y el lápiz. Hay un nuevo decreto en esta asquerosa y mugrienta cárcel de algún lugar del mundo: está prohibido pensar, mucho más comunicar lo pensado. Me despido del mundo antes de que él me despida a mí cual rata por una cloaca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario